Prólogo Justine o Los infortunios de la virtud escrito por Kelly Martínez.

Portada de Justine o los infortunios de la virtud¡Ay! ¿Qué son pues el bien y el mal? ¿Son una misma cosa por la que testimoniamos con rabia nuestra impotencia y la pasión de alcanzar el infinito hasta por los medios más insensatos?

Lautrémont

Cantos de Maldoror

Decir que Justine o Los infortunios de la virtud, del Marqués de Sade, es una obra de la que se sale ileso es, tal vez, hacer alarde de una pedante coraza postmoderna. Justine es una obra difícil, como difícil fueron todas las creaciones de Donatien Alphonse François de Sade; un personaje que, a pesar de haber escrito hace ya dos siglos (el año pasado se cumplieron doscientos años de su muerte) resulta, para la literatura, un descubrimiento bastante reciente. Perseguido y condenado, pasó veintisiete de sus setenta y cuatro años de vida en la cárcel, acusado de inmoralidad. Los escándalos que giraron a su alrededor fueron muchos y, sin embargo, ninguna de las acusaciones que se le hicieron fue confirmada. Sade sigue siendo, para nosotros, una figura mística y misteriosa, controversial e inexplicable, amada o aborrecida. Su obra –que circuló clandestinamente por mucho tiempo y se supone influyó en escritores como Dostoievski, Baudelaire y Artaud– fue editada por Guillaume Apollinaire, a principios del siglo XX y reivindicada por los surrealistas, quienes no en vano lo consideraron su precursor. El divino Marqués, sobrenombre con que lo rebautizaron, tiene mucho de onírico: una tierra maldita donde el deseo besa a la pesadilla.

Todo el siglo XX discutió la obra de Sade, que tiene apasionados detractores y apologistas. Simone de Beauvoir, Maurice Blanchot, George Bataille y Michel Foucault (solo por citar el nombre de algunas luminarias) dedicaron páginas a intentar dilucidar un discurso que, incluso hoy –y en medio de nuestros afanes de liberación de la moral judeo-cristiana– sigue siendo filoso: un tajo profundísimo en nuestra racionalidad, una herida en lo que se supone acuña nuestra supremacía como especie. Sade nos recuerda que también podemos ser bestias, su obra está suspendida en un terreno particular y ambiguo entre el terror y la lucidez. De la misma forma en que El Quijote y sus delirios, o Hamlet y su duda son considerados precursores de lo moderno, Justine y su mancillada virtud abren un espacio donde la caída e inversión de la monumentalidad de nuestros valores se advierten. Con su heroína, Sade había presentido ya la muerte de Dios; comienza la semilla del descreimiento. Lo que se mancilla allí es, sobre todo, la Verdad, diosa y señora del Iluminismo.

Nada puedo decir yo que los autores anteriormente mencionados no hayan dicho sobre la obra de Sade y específicamente sobre Justine. Puedo, si acaso, intentar decirlo con mis propias configuraciones; mirarlo desde mi propia época e incluso, desde la condición de ser mujer en el momento en que me ha tocado serlo. No soy detractora ni apologista del Marqués. Los extremos, me parece, siempre se tocan y tal vez, muy secretamente, ambas cosas –condena y exaltamiento– sean formas de un mismo puritanismo, que intenta reducir lo sexual a un mero compendio de fórmulas. Puedo decir dos cosas, eso sí, con toda sinceridad: la primera es que, para leer Justine, hay que despojarse –en la medida de lo posible– de toda civilización. En segundo lugar que, aún hecho eso, sigue siendo una novela escandalosa y las razones van más allá del compendio de escenas sexuales terriblemente crueles, incluso para nuestros tiempos. El sadomasoquismo –que ya sabemos a quién le debe su nombre– tiene, hoy en día, códigos de conducta. Hay un límite, un punto donde se hace necesario parar; donde podemos parar. Nuestra perversión, aún cuando finge libertad, tiene leyes. Los sufrimientos de Justine, de Thérèse –nombre bajo el que se disfraza el personaje central de la novela– no se rigen por ley alguna, no en el punto en que ley es límite. Dependen –en cada episodio con mayor furor– de los caprichos extralimitados de su autor y Sade tenía una imaginación desbordada para el espanto.

Es, precisamente, en esa extralimitación donde reside el escándalo. No porque sea cruel, no porque sea explícita, no porque ataque nuestro sentido de lo que es justicia o bondad. No es ni siquiera porque, secretamente, podamos disfrutar un poco de la perversión inclemente a la que Sade parece someternos, esclavizados y violentados como lectores o convertidos espectadores violentos. Es –y sobre todas las cosas– porque la ausencia de límites no se sustenta solamente en lo narrado, sino en la forma de esa narración; una obra que constantemente se repite a sí misma para hablar de lo único que le interesa hablar: el deseo, el triunfo de la corrupción sobre la virtud. La sexualidad, en Justine –y a pesar de lo aparentemente detallado de las descripciones– escapa de toda posibilidad de representación. Se convierte, cada vez con mayor ahínco, en un amasijo de cuerpos y humores cuyos planos y secuencias terminan resultando imposibles. Una especie de fantasía delirante y amorfa donde todo se funde; un sexo monstruo y pulpo, con cabezas y brazos múltiples, y agujeros que se ofrecen como ojos. Una copula, un orden es una representación abstracta o cubista de la depravación.

Es tal vez por eso, que los grabados que se hicieran para ilustrar la obra terminan pareciendo deslucidos y, lo que atribuimos a la mojigatería propia de una época, puede terminar siendo la imposibilidad de darle forma a lo informe. Al fin y al cabo y como dijera Salman Rushdie en su charla en Miami, a raíz de la Feria Internacional del Libro 2015: «…es muy difícil escribir sobre sexo, sino se habla de él como un acto absurdo». Y digo que allí reside el escándalo porque, en el momento en que se quiebran los límites de la representación se quiebran también los límites de la imaginación: la facultad de cada uno para concebir el placer y el horror –o la mezcla de ambos– es puesta en jaque. Pero también esa repetición aburre, el objeto de representación termina normalizándose y banalizándose. Uno ya sabe a qué atenerse, en determinado momento se suspende la sorpresa. Foucault dijo, en una entrevista en 1975, que «Sade era un sargento del sexo, un agente contable de culos y sus equivalentes». Y de alguna forma, tenía razón: Sade es un negador del erotismo, si pensamos en éste como pulsión vital de donde brota la vida. Desde allí, el erotismo sadiano es estéril. Sin embargo, soy firme creyente de que la literatura erótica sirve siempre para hablar de algo más, que el sexo es sólo una excusa; un disfraz trasgresor, irreverente, con que a veces vestimos preocupaciones fundamentales de ese acto circense que es existir. Tal vez no haya nada menos erótico que la literatura erótica. Tal vez el erotismo no es una forma de vivir el mundo, sino de pensarlo.

Nunca dejaré de hacer hincapié, nunca, en ese mito órfico en el que la Noche y el Viento depositan un huevo en el regazo de la Oscuridad y de ese huevo nace Eros, Fanes, el que trae la luz. Antes de eso, Caos, el gran bostezo. Lo erótico ilumina y rasga, organiza el caos. Permite codificar, incluso en una voz tan informe como la de Sade, diferentes estructuras. En ese sentido, quedarse solamente con la violencia absurda y surreal de Justine, podría ser convertirse en otro carcelero de Sade y Sade ha formulado de diez maneras la idea de que los más grandes excesos del hombre exigían el secreto, la oscuridad del abismo, la soledad inviolable de una celda. Ahora bien, cosa bien extraña son los guardianes de la moralidad quienes condenándolo al secreto se hicieron cómplices de la más fuerte inmoralidad.[1] Al fin y al cabo, Sade no inventó el sadismo, existía mucho antes que él y, si acaso, lo hizo público. Lo sacó de las sombras y lo convirtió en un grito con el que denunciaba y condenaba la hipocresía de su época, pues los personajes que abusan de Thérèse pertenecen no sólo a las más bajas categorías sociales, sino principalmente a las altas esferas del poder.

Más que el triunfo de la perversión sobre la virtud, del mal sobre el bien, Justine es una puesta en escena (no olvidemos que Sade amó el teatro y la dramaturgia) del triunfo del poder sobre los desposeídos, de cómo la miseria es una forma de indefensión y un camino fácil para la corrupción. El Marqués, se me ocurre, lo dijo primero que Víctor Hugo y no se trata de que fuese un visionario; era un hombre culto y, como muchos de los hombres realmente cultos de su tiempo, leyó a Rousseau y leyó a Voltaire. La ambigüedad de su obra, si la revisamos a la luz de la modernidad, radica en que tal vez Sade era más moralista que los moralistas, en ese punto en que ética y moral se funden.

Pero la novela es también un grito contra el privilegio de la luz sobre la sombra, de la razón sobre la sinrazón. Justine olfatea y anuncia el espíritu Romántico y lo hace con ferocidad. Eso no es mero eufemismo, todo en ella es brutal, no encontramos melancolía y ruina. Su heroína es una heroína trágica y, como en toda tragedia, no puede escapar de su espantoso destino. Aquí no hay finales felices, reivindicaciones evidentes. También hay alguien a quien, a cambio de querer hacer el bien, un águila le roe la entrañas. Hay un coro, un conjunto de voces polifónicas que cantan las virtudes del crimen, el crimen de la virtud y nos obligan a tomar una postura ética. Frente a las apologías al bien y las apologías al mal, Sade nos fuerza a elegir: descubrimos que no somos tan buenos como creemos, ni tampoco tan malos. La obra es una prueba, nos exige mirarnos en la multidimensionalidad de nuestro ser. ¿Cuántos de nosotros, que tanto nos ufanamos de una moral intachable, no sucumbiríamos ante propuestas indecorosas con tal de escaparnos de los horrores a los que se ve sometida Thérèse por no aceptar mancillar su honor?

Primo Levi, en Los hundidos y los salvados, dedica varias líneas a los judíos que, en los campos de concentración, se aliaron con los nazis y traicionaron a su gente. No pide perdón, sino comprensión: ante situaciones límite, cualquiera de nosotros –y aunque nos resistamos a creerlo– podría hacer lo mismo. Es fácil hablar de la muerte, difícil es verla a los ojos y la naturaleza humana es capaz de tomar caminos inesperados. El instinto de salvación nos lleva, a veces, a derroteros desconocidos y no hay ser humano que no pruebe su verdadera estofa ante la miseria o el poder. Thérèse, en cambio, no se quiebra, permanece incólume en su defensa del bien, que muchas veces resulta desesperante. Uno entiende, allí, la debilidad de la propia virtud, se nos obliga a repensarla.

La palabra virtud, como casi todas las palabras que importan, es una palabra difícil. Su origen está asociada a vir: hombre, guerrero. Es decir, hay implícito, en ella, un valor viril. Su plural -virtudes- estaba, no obs­tante, asociado a una serie de cualidades sin género. Pero, en la virtud cristiana, el peso de lo femenino parece ser fundamental: María, la doncella, la virgen, es el epítome de lo virtuoso. Iconológicamente, las odas a las virtudes cristianas (fe, esperanza, caridad, fortaleza, justicia, prudencia y templanza) están simbolizadas por mujeres. La justicia, curiosamente, es la virtud con la que se combate el pecado de lujuria. Sade contradice eso: Thérèse guarda con celo su virtud, su virginidad, que se le arrebata una y mil veces. No hay para ella sino injusticia y lujuria, pero su virginidad psíquica permanece intacta. Thérèse es ingenua y es precisamente esa ingenuidad lo que la lleva, una y otra vez, a caer en las trampas de la maldad y el vicio. Una ingenuidad que debe ser torturada, manchada, humillada, despedazada, aniquilada. Sade destruye a Dios y, por ende, destruye al hombre, su imagen y semejanza. Thérèse se salva de su suerte para caer siempre en una suerte peor y, lo que es más terrible de asumir y digerir, Thérèse elige su suerte. Lo que llama Providencia es siempre el capricho externo al que la someten los verdugos a los que, sin saberlo y poco previsora, va escogiendo. Incluso, cuando siente desconfianza, opta por creer en el bien. Su dolor no es una luz que rasga, como el dolor de Edipo, y que conduce a la ceguera. Es su ceguera lo que conduce al dolor. Sade invierte códigos y con ello parece pedirnos malicia, conciencia, como una forma de salvarnos del mundo.

«Estás pagando demasiado por una quimera, algo que sólo tiene el valor que le atribuye tu orgullo», le dice uno de los personajes a Thérèse. Y resulta difícil para nosotros, educados en la defensa del bien, asumir que el bien pueda una quimera, ¿qué clase de mundo nos queda si no hay bien? ¿En qué nos refugiamos? Justine nos arroja a la intemperie, a la muerte, a la ausencia de Dios. Nos convierte en gusanos idolatradores de un cadáver y a nuestra cultura no le gusta lo putrefacto. Justine es lo putrefacto. Es la excrecencia, el vómito, la violación; un espejo macabro que nos obliga a enfrentarnos, de la forma más violenta posible, con todo aquello que nos resulta inadmisible de nuestra propia naturaleza. Sade y Goya no podían sino nacer en el mismo siglo: el sueño de la razón, definitivamente, engendra monstruos.

Paradójicamente, adoramos la imagen de un hombre torturado en una cruz y nos resulta redentora ¿Es Thérèse una figura crística? ¿Puede uno pensarla como un vehículo de expiación del pecado, un cordero de Dios? ¿El sacrificio consumido por el fuego del holocausto? ¿Es lo que nos pide asumir y entender Sade? ¿Es toda su novela una ironía? Es difícil saberlo. El libro acepta todas las lecturas posibles, tal vez por su misma incapacidad para la representación. Es también una miseria y un poder ante el cual reflejamos nuestra estofa. Tal vez eso, ese juego de espejos que es la novela, lo que la sigue convirtiendo en tema de múltiples diatribas. Pone en relieve, además, la profunda (tan profunda que llega a ser banal) importancia que nuestra cultura da al sexo. ¿Cómo hubiese sido la vida del Marqués, cómo hubiésemos concebido su obra si, en vez de una mujer y de violaciones, hubiese narrado la vida de un joven sometido a otro tipo de torturas que nada tuviesen que ver con lo sexual, incluso describiéndolas con el mismo fervor? ¿Practicaba lo mismo que contaba? ¿Quién era el Marqués de Sade? Tal vez no lo sabremos nunca. Tal vez no debamos saberlo. Justine y su autor pertenecen ya al ámbito de la leyenda maldita y toda leyenda tiene algo de sacra. Para permanecer en el ámbito de lo sagrado –parafraseando a Mallarmé– debe conservarse en el misterio.

A los ojos de nuestra época, una en la que las mujeres hemos comenzado a reclamar y ganar derechos y nos hemos rehusado a seguir siendo todo aquello que Thérèse representa, el Marqués de Sade sigue siendo un caballero impresentable. Puede decirse de él lo mismo que Kundera decía de su Tomás: es un monstruo en el mundo de kitsch y el kitsch es la negación de la mierda. Pero no podemos soslayar que la lectura de Justine abre heridas pues, en mayor o menor medida, las mujeres nos hemos visto sometidas a múltiples maltratos. La mujer es víctima, no victimaria, o al menos eso se supone. De allí que nos cueste tanto asumir un personaje como Elizabeth Báthory, la Condensa Sangrienta. Poco hablamos de ella, que hacía en la vida lo que Sade hacía en la literatura (o al menos es donde único puede comprobarse). No niego, con ese comentario, la violencia que históricamente los hombres ejercen sobre las mujeres, que nos ha salpicado a todas alguna vez. Justine es todo lo que el feminismo parece aborrecer: un canto a la misoginia, la aniquilación sin piedad de lo femenino. ¿Lo es? ¿Qué nos impide leerlo cómo una advertencia atroz sobre lo que puede pasarnos en un mundo que abusa de las mujeres virtuosas, de las mujeres sin maldad? ¿Es la maldad una herramienta necesaria para enfrentar el mundo?

¿Gozaba Sade describiendo violaciones? Tampoco lo sabremos nunca. No sabremos si Sade, en el fondo y como los moralistas de su época, intentaba arrancarle la verdad al sexo. Sus obras seguirán siendo, al menos hasta que llegue aquella sociedad que Foucault idealizaba –donde el sexo nada tendrá que ver con el poder– , difíciles de digerir. Su transgresión a los límites, que siguen siendo nuestros límites por más que digamos que nos desprendimos de ellos, nos impiden ver sus obras con certera claridad. No todos somos Blanchot o Beauvoir, lectores mayúsculos.

Mientras tanto, Sade pasa, con su incendio grotesco, sobre nosotros. Nos reduce a lumbre y cenizas. Hasta el fin de los siglos levantará su canto rebelde sobre el mundo. Su paso es una llaga sobre el rostro del tiempo.[2]

Kelly Martínez

Miami, 2015

[1] BLANCHOT, Maurice. Lautréamont y Sade. Primera edición. México: Fondo de Cultura Económica, 1990. p. 18

[2] OROZCO, Olga. Maldoror (poema) ‪

En: OROZCO, Olga. Obra poética. Selección, prólogo, notas, cronología y bibliografía de Manuel Ruano. Primera edición. Caracas: Biblioteca Ayacucho. p. 42